Mi abuela fue enfermera hasta que no pudo trabajar más. Muy adelantada en su edad. Siempre tuve la impresión de que amaba su trabajo.
En todas las muchas visitas que hice a la clínica del ISSSTE en el sur de Tlalpan donde trabajaba, me quedó una impresión agradable, aunque claro, era una aventura para mí.
Mi abuela me llevaba por los pasillos presentándome compañeras y compañeros, sonriendo traviesa como era su personalidad. Para mí era un laberinto con aparatos de ciencia ficción, e incluso adolescente me gustaba ver el movimiento detrás del telón.
Al presentarme doctores me dejaba claro que eran una raza superior, siempre los admiró demasiado y aunque entiendo el porqué (y esa admiración fue transmitida), fue hasta muchos años después que superé mi ingenuidad para reconocer el valor de ella y sus compañeras (esto fue hace más de 30 años, no tengo recuerdo de ningún enfermero, solo mujeres) en ese complejo sistema de una clínica del seguro social.
Mi abuela reconocía el valor del trabajo duro y honesto, y los frutos que ello dejaba. De un origen humilde, apreciaba su sueldo y prestaciones quizá de más, pues, aunque en efecto ese trabajo le bastó para sostener a sus cinco hijos (mi papá casi fungió como la otra entrada económica de la casa desde muy joven) y darles un techo, desde aquel entonces no recompensa a estos trabajadores como debería.